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Quién soy?... Nací en Buenos Aires, Republica Argentina. Muchos años de mi vida, transcurrieron en Haedo Norte. Trabajé como docente, primero en la Provincia de Chubut, luego en villas de emergencia del Gran Buenos Aires, en barrios, y como docente bibliotecaria. Hice parte de la carrera de psicología, soy Acompañante Terapéutica, estudié dirección psicodramática, en Nuevo Espacio, dirigido por Eduardo Pavlovsky, …me formé literariamente entre otros cursos y actividades, en el Grupo Roberto Arlt. Realicé muchísimas actividades culturales propias y ajenas, con gente muy valiosa. Coordiné numerosos Talleres Literarios, y desde hace diez años, coordino para el Área Letras del Municipio de Morón. Ya verán que publiqué hasta ahora cuatro libros, (algunos en colaboración con artistas plásticos) y están por llegar los siguientes. Escribí,…siempre escribí, amo escribir. Aunque a veces me asuste, la vida es así, lo que se ama, asusta…no?

domingo, 21 de febrero de 2010

llovizna en parque lezama






“llovizna en parque lezama” Ediciones de Dock, 1992.
Mención Especial Concurso Nacional de libro de Cuentos Ediciones Del Dock en el año 1991. Jurados: Héctor Lastra, Libertad Demitrópulos, Vicente Battista.
Destacado, y leídos algunos de sus cuentos por la periodista literaria Canela, en Radio Nacional, año 1993.



LLOVIZNA EL PARQUE LEZAMA ( 1992)


EL REGALO DE UN PINTOR


La olla de barro, pintada de rojo, estaba allí encima de un pilar, donde terminaba la pequeña tapia, que separaba el taller de Mosteiro, del pasillo de entrada a aquel conventillo, uno de tantos, en la Boca.
La pareja venía caminando por la vereda en desnivel, con escaleras que suben, y después de un tramo de planicie, vuelven a bajar. Casas de chapa acanalada, por fuera, pintadas de colores estridentes: rojo, verde; pero la mayoría son de un gris, o azul, debilitado, tristón. El aire contiene esas partículas de luz filtrada, propia de los lugares que están a la orilla del mar, o del río. Ella iba diciendo eso, y que todo lo que se exaltaba para el turismo era una boludez, se hacía una fiesta de exhibición de la pobreza, convertía en un look, lo que primitivamente había sido un asentamiento de pescadores, que como pudieron intentaron la reproducción de sus pueblos europeos; pero lo de la luz, no era una macana. En la bolsa de las compras había unas verduras, unas latas, y un poco de carne. Ella llevaba un jean ajustado y la melena larga. Aquel lugar, único de Buenos Aires donde habían conseguido alquilar algo para vivir, albergaba dos grupos, dos bandos bien definidos dentro de la plástica, los pintores de Caminito (Pasaje preparado como una decoración, por cual los tours pasan con sus guías, y les cuentan cualquier pavada) los pintores de Caminito son comerciales, de bastante bajo, por no decir pedestre nivel artístico. Eran totalmente despreciados por los pintor que "tenían" en la Boca su taller. Hugo Irureta, Alfredo (Freddy) M.H., Carlos Cortez, de diferentes escuelas estéticas, pero que representaban "la pesada" de la cosa. Freddy era hijo del poeta del mismo nombre alumno de Spilimbergo, codo a codo con Carlos Alonso, toda la mítica de Unquillo y los pocos que tenían acceso a la cocina del maestro. Carlos Cortez, tenía una formación clásica, había vivido varios años en España y Alemania, le gustaba hablar de música de "los grandes", sobre todo óperas. También lo fascinaba el tema de los Kapellmeister. Mosteiro, era uruguayo. Un tipo aspecto humilde, con anteojos de mucho aumento, y su boina negra. Medio pelado, bajito, de manos muy anchas y sonrisa dulce. Siempre andaba por lo de Freddy, que tenía el taller en la calle Alvarado; pero pintaba más en Magallanes. En el tercer piso de aquella casa de madera, con una escalera tan empinada que producía vértigo y un sobresalto al pisar algún escalón flojo. A uno le parecía entrar en un barco, sobre todo, al mirar por las ventanitas cuadradas de la cocina. Tany, la mujer de Freddy, aquella mañana cebaba unos mates bien calientes, con su facha de estudiante de psicología.
Del pintor uruguayo, le quedaban sólo algunas imágenes. Una vez lo encontró en la plaza antigua, donde a ella le gustaba llevar a su hijo. Mosteiro, estaba cuidando, y llevaba de juego en juego al hijo de M. H. Otra vez, lo acercaron en taxi desde el centro, él iba caminando solo por una de las calles que bajan al puerto, dijo que venía de una muestra. Nunca había hablado con este hombre sobre cuestiones artísticas, siempre las conversaciones eran sobre temas cotidianos. Esa mañana vio un número sobre la chapa y dijo: mirá, el taller de Mosteiro; nunca vi nada de lo que hace. La puerta estaba abierta. El hombre; desde adentro, inclinó la parte superior del cuerpo, y nos hizo una seña, para que entráramos, con la mano libre, ya que en la otra tenía un mate. Al pasar frente al pilar más alto, que marcaba la entrada a un patiecito, le llamó la atención un tallo largo, verde suave, de textura sedosa, con una flor cónica en la punta, compuesta por muchas flores blancas, cada una tenía un hilo amarillo claro en el centro. Al entrar, se saludaron, tomaron unos mates, parados. No comentó nada acerca de los cuadros, todos parecidos entre sí, imitaciones, con algunas ligeras variantes, de Figari, Torres García. Baldosas blancas, baldosas negras, como rombos acostados en el piso, patios con negros. Uruguay y su sello característico. Nada revelaba en esos cuadros el alma particular de Mosteiro. Ninguna tortuosidad, como en los trabajos de su admirado M. H.: primer plano de mantel azul, soda, restos de comida, miguitas desparramadas, segundo plano, culo de mujer gris-violáceo, tronco en actitud desafiante. No. Una obra plana, sin misterios, ni transgresiones. Los acompañó hasta el patio. Le preguntó que planta era aquella, tan rara, y él le dijo que los chinos la llaman "La cebolla de la felicidad", y que se reproducía muy bien. Mientras decía eso, iba sacando una cebollita chica, como una réplica de la que ocupaba el centro de la olla de barro, pintada de rojo. Tomá, plantala, crece muy bien. Bueno, si es de la felicidad, me la llevo.
Gestos, la inclinación de un cuerpo dando algo, una actitud, datos que de una manera inexplicable, adquieren en la memoria, el valor de un símbolo. Encontró una pava oxidada, en la calle, pero le gustó, porque conservaba casi todo el esmalte blanco y seis rosas grabadas de cada lado. La plantó allí. Mediocridad, nunca había querido asociar esta palabra a los cuadros de Mosteiro, dar un juicio de valor, como había hecho infinidad de veces con otros pintores o escritores. ¿Y la propia valoración? Ese instante en que conscientemente, o desde zonas más profundas y lejanas, nos examinamos o intentamos hacerlo, y sostenemos que vamos a trascender con lo que dejemos. Ella dice que escribe porque no es algo efímero como la danza o el teatro; se murió el que representa, y chau, ni el aplauso queda flotando. En cambio, un papel con un poema. Esos pocos libros que se alcancen a publicar, siempre puede haber alguien para leerlos, para que reencuentre nuestra voz, nuestras palabras. Trascender. Ser mediocre. Ser brillante. Talentoso. Productivo. Fecundo.
Carlos Cortez, la invitó por teléfono a una muestra suya. Llamó a su casa, donde vivía actualmente, lejos del río. Lejos en Buenos Aires, es decir una hora y media. En el secano, el agua oscura del Riachuelo, ya no se intuye cerca. La muestra, también era lejos del río, a media hora de distancia en la calle Marcelo T. de Alvear, buen nivel. Hablaron muchísimo, en realidad este pintor tenía la particularidad de hablar y se entusiasmó porque ella fue con un abogado catalán que había conocido hacía un tiempo, y salió Madrid, y salieron las corridas de toros y lo de si los serenos tenían las llaves de los edificios. De pronto le preguntó si seguía en La Boca y él dijo que no. Ah, pero sabés una cosa, se murió Tany (ella la recordó con su polera negra, el cabello lacio, aquella cocina-barco, en medio de una mañana helada, alcanzándole un mate caliente) y Mosteiro, se murió Mosteiro.
La pava esmaltada de blanco la fue siguiendo por todos los lugares donde vivió, a veces como decorado de un rincón, otras, encima de una mesa, la planta fue muriendo y resucitando. Ahora está abandonada en la terraza; sus cuatro o cinco cebollitas raquíticas, no auguran esa felicidad que nunca llega, son testimonio de la soledad, de esa copia miniaturizada de nosotros mismos, replegados, desnudos, ocupando un pequeño espacio en nuestro cuerpo.
Ni siquiera podría recordar el olor de la piel del hombre con el que vivió algunos años, y fueron juntos una mañana a conocer el taller de un pintor.
Cerca del agua, en medio del silencio de la noche se escuchaban las sirenas de los barcos.

Abril 1990.


DESTELLO MORTAL


...puñaladas en el corazón/ instantánea/ profundas desavenencias/ razones sentimentales/ arma reglamentaria/ dio muerte de un balazo a su mujer.
Retazos de noticias flotaban en su mente. Sola, en el departamento, pensó que la soledad es diferente en los departamentos que en las casas. El silencio también. En el dpto., la oprimía la rodeaba y se compactaba alrededor. En las casas, el silencio está afuera, como los monstruos. El hombre vestido de negro, esperaba cada noche, detrás de la ventana. Por eso ella se acostaba boca abajo y se llevaba el borde de la sábana hasta la nuca y más arriba. En cualquier momento podía clavarle un cuchillo. El silencio de afuera, el ladrido de algún perro o los ínfimos sonidos crujientes de cualquier insecto desencadenaban las apariciones.
Los ojos se abrían lentamente y la mancha de la pared se transformaba en una calavera. Los reflejos lumínicos, verde-lechosos del día, superpuestos sobre la atmósfera oscura de la habitación, empezaban su danza macabra, se combinaban, se agrupaban en un rincón. Má, tengo miedo, dormite no pasa nada. ¿Quién nos protege del terror, quién nos protege de la soledad? Después, difícil encontrar consuelo.
Yo mantenía los ojos abiertos, dolían de tanto estar fijos en los postigos. Era imposible, pero estaba segura que el hombre había pasado hacia el interior, su perfil, en la sombra. Sueño, los párpados.
Se despertaba con una mancha tibia bajo el cuerpo, se iba enfriando. Trasladarse, ubicarse en los lugares secos, posiciones incómodas. Orín-Estimula la circulación, dicen, pero ella de nena andaba siempre con las manos moradas. El alba, salvación para tantos, no se puede proyectar sobre su luz rosada esqueletos y cuchillos. El hombre de negro, sin que ella conociera todavía el nombre de aquel lugar prepara su almohada en Transilvania. Tampoco conoce todavía el ruido hueco de las tapas de ataúdes cayendo.
Alba, sería el nombre apropiado para la mujer que esta noche está sentada leyendo, puede ser el diario, con los antebrazos apoyados en la mesa rectangular de una cocina de departamento con azulejos turquesa, esmaltados. Tiene el cabello cobrizo, largo, espeso, él se lo había juntado todo, como un ramillete estrangulado en la nuca y le había dicho: "si te vas, si me dejás, te mato".
La violinista pertenecía a la Sinfónica de Viena, o algún otro país centroeuropeo, países que siempre la hacían pensar en ambientes amaderados, cálidos, por eso le había impactado tanto aquella noticia del diario. ¿Por qué leía las policiales? Posiblemente para asegurarse que los crímenes existían de verdad, que la gente mataba a otra gente, no en la guerra, una persona a otra. ¿Qué hay en la mirada en el momento de matar?, la víctima, ¿alcanzaría a observar eso que a ella le cruzaba por la mente como "destello mortal"? (Agatha Christie, Ah!... gata... Cristo).
Por eso de la madera y sus vetas Alba imaginó a la violinista con cabello cobrizo. Unos minutos después de haber leído la noticia hizo la reconstrucción del hecho. La. violinista avanzaba por un pasillo luminoso, de piso encerado, zapatos color café con leche, falda y medias rosa pastel, polera negra, manos no del todo femeninas, ágiles y nerviosas. Iba pensando que Nueva York era sucia y frenética, no le desagradaba pero se sentía inquieta, acosada por algo desconocido, no habla hecho ninguna salida nocturna, pero en el hotel le parecía percibir que alguien la espiaba (aquí Alba dudó si no estaba exagerando). Presionó el botón del ascensor, este subió, bajó, demoró unos segundos, ella apoyó el estuche del violín en el suelo... el ascensor comenzó a subir, acomodó el cabello peinado a dos bandas, suelto, se abrieron las dos puertas, aceradas. En un ángulo había un hombre joven vestido de negro, ella hizo una leve flexión, tomó la manija del estuche y entró en el Retablo de la Muerte.
Primero abrió el estuche, pisoteó el violín hasta convertirlo en astillas. Después la abrió a ella, como si fuera otro estuche, (ascensor detenido), ella pensó que forma miserable de terminar con todo, supo que su fin quedaría asociado a una ciudad donde lo que más le había llamado la atención eran los cúmulos de basura en algunas calles: (Alba fantaseaba Nueva York con latas llenas de líquidos viscosos y tipos de manos enguantadas para matar y huir sin dejar huellas, violadores de miradas febriles y exhalando droga: L.S.D., anfetas, coca, alcohol, heroína, noticias vagas sin precisiones científicas).
Pasó una soga de nylon por las muñecas, boca abajo, la dio vuelta. La cinta adhesiva en la boca estaba desde antes de pisotear el violín. Le ató los tobillos con tanta fuerza que los pies se separaron de las pantorrillas, comenzó a manar sangre, fueron las primeras partes que arrojó (después los restos fueron hallados en el fondo del hueco del ascensor, cuando se notó la ausencia...). Mirándola a los ojos, ¿qué hay en la mirada en el momento de matar? Le clavó un puñal en el corazón. La tapa de aquel ataúd tan particular fueron las astillas de ese instrumento que tan bien sabe llorar.
El ser humano hace cosas horrendas, que después olvida, volviendo a sentirse digno y productor de poesía, arte, construcciones (todo aquello que destruye generalmente lo vuelve a reconstruir, la reconstrucción de Praga, de Vietnam, pero lo cierto es que olvida o lo atribuye a la violencia creciente del siglo XX, cuando la especie jamás dejó de responder al crimen racional). Los caníbales ¡Ja! que asco, matar con bombas: pólvora, atómica, reacción en cadena, nitrógeno, neutrónica, que deja los edificios en pie, una monada. ¡Más estético! Soy ingenua, no puedo entender la muerte sino como en las figuritas de los libros, viejitos en sus camas (Beethoven desafiando al rayo, amenazando a las fuerzas naturales que lo obligaban a abandonar su obra).
En el segundo caso había una testigo, una enfermera del Hospital; había visto todo y lo contaría unos años después frente al Tribunal del Juicio a las Juntas. En los diarios se leen cosas horrendas, que después se olvidan. Me llevaron, con los ojos vendados por varios pasillos, bajamos una escalera, salimos al aire de la noche, caminamos sobré el pasto, las únicas sensaciones eran los ojos vendados y la presión sobre mi brazo para conducirme. Una vez que estuve dentro del placard (ya tenía las articulaciones quemadas) dijeron que tenía que retirarme la venda de los ojos y mirar por las rendijas de la puerta.
Una especie de ser indefinido, hombre maquillado, o mujer vestida con traje, camisa, corbata, zapatos y guantes negros, daba indicaciones mientras fumaba con una boquilla de nácar (el sombreado de los párpados era azul y el rouge de un rojo intenso, tenía dientes amarillentos). Al Dr. Jefe, al estudioso, al teórico, al que ella tanto admiraba le estaban introduciendo toda clase de instrumentos diabólicos en la zona genital y hacían movimientos por la parte trasera que ella no podía distinguir, hasta que brotó un chorro de sangre y alguien enarboló con gesto triunfal un elemento metálico al rojo vivo. El Dr. Jefe de la sala de... estaba en posición fetal, en el suelo balbuciendo sílabas inconexas, en medio de un charco de sangre y orina, su cuerpo sobre una gran mancha húmeda, fría, ¿Quién nos protege del terror... quién nos protege de la soledad?
Alba, sentada, tiesa, trata de leer (puede ser un diario) pero no, la vista se desvía y se fija en su zapato derecho, con un pequeño adorno de piel de víbora, brillante, rozando la cuerina de la valija. Cuanto más espere peor, piensa que no puede haber tantas coincidencias, ella llama el ascensor en el que él sube, además sabe o cree saber que no va a pasar nada, serán unas palabras, o unos gritos nada más. Pero mejor así, con una notita. ¿Para qué mirarse los ojos llenos de odio? Llegó a odiarlo, sino cómo se explica a sí misma la selección de la foto, recortarlo, marginarlo de quienes ella amaba, con una tijera precisa y clavar aquellos alfileres modestos de costurero en cada parte vital. Estaba consumando un vudú, un ritual de muerte, yo, que siempre me pregunté qué podía impulsar a un ser humano a matar a otro, qué divide el antes del después, qué hay en la mirada del que está matando. Corrí al tacho de la basura y arrojé aquel cadáver de papel. Un espejo me mostró que en mis ojos sólo había tristeza y cansancio.
Quizás el ser humano descubra algún arma sofisticada y derrita al fin los hielos del Polo Norte, grandes masas de agua, después de todo, así empezó la vida. Dejó la nota sobre la mesa. Cerró la puerta con llave y la colgó del picaporte. Caminó por el pasillo encerado. Presionó e! botón. Se miró el adorno de los zapatos, hizo una leve flexión, levantó la valija y entró en el ascensor. Recordó que cuando era chica, le parecía que los pájaros que volaban sobre el lugar donde jugaba (a ser bailarina, a ser doctora, a ser maestra)... la saludaban a ella.


Junio 1988.

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